Ignacio Ávalos Gutiérrez
El desarrollo tecnológico depende mucho de lo que haga el Estado. La experiencia de países muy distintos no deja margen alguno de duda. La evidencia más a la mano (y más a la moda), la de los países asiáticos de industrialización reciente, es muy elocuente; igual la del Japón, o la de los países nórdicos y también la de España. Desde luego, las modalidades de la intervención gubernamental cambian en cada caso, pero siempre existe y hasta podría calificarse de fuerte. A 1ás razones teóricas, bien expuestas en la literatura especializada desde hace bastante tiempo, en el caso de países como Venezuela habría que añadir la falta de “cultura tecnológica” como un motivo más para que el Estado tome cartas en el asunto, pero creo que debe hacerlo cambiando el eje de gravedad de la política que tuvo durante los últimos veinte años y que, en lo esencial, todavía mantiene a pesar de las transformaciones económicas ya en camino. Tal cambio implica un deslizamiento de la política tecnológica desde el llamado “sector científico tecnológico” hacia el sector productivo y desde el concepto de “tecnología propia” al del dominio tecnológico. Una consecuencia lógica debe ser la modificación de los esquemas de organización del sector público y de sus modos de participación, como parte de una reforma institucional que debe tocar, desde luego, al sector productivo.
Voy a hacer tres afirmaciones simples que, perdone el lector, tienen un acentuado tono reiterativo. La primera es que la economía venezolana debe volverse cada vez más competitiva al tiempo que se la quiere hacer cada vez más abierta y de mercado; la segunda es que para ser competitiva tiene que optar por el use de las tecnologías que le permitan serlo; y la última es que el país tiene poca capacidad para generar las tecnologías que se precisan para sustentar su aparato productivo. Cartesianamente no hay más remedio que concluir que el desarrollo del país está supeditado a las posibilidades que tenga de adquirir tecnologías que se crean en otros países.
En esto la situación no es, de manera alguna, algo excepcional. La historia deja varias lecciones para los países que arriban tarde al desarrollo industrial, cuando ya otros países llevan andados varios años, han acumulado una vasta experiencia y están en condiciones de establecer el patrón fundamental según el cual ese proceso ha de darse entre quienes vienen detrás. No es cosa de enumerar y escudriñar en cada una de las lecciones, pero es preciso dejar algún comentario al respecto.
Tanto en Alemania como en el Japón, rezagados a mediados del siglo diecinueve, o Corea en tiempos recientes, y me limito a citar sólo tres ejemplos, se observa que el objetivo central de su política industrial fue la difusión, dentro de sus respectivas economías, de las innovaciones tecnológicas que se producían en el exterior. El aparato institucional de su política tecnológica se orientaba principalmente hacia la identificación de nuevas tecnologías, a su adquisición y asimilación y a su difusión a lo largo de la industria local. La capacidad tecnológica que se fue creando, a través de la formación de mano de obra altamente especializada, creación de institutos de investigación industrial, el fortalecimiento de su ingeniería, etc., obedecía al propósito, no de generar “tecnologías nacionales”, sino de adoptar las que se producían fuera. En pocas palabras, fue una estrategia centrada sobre todo en el aprendizaje, que más tarde permitió pasar a niveles más complejos y superiores de desarrollo tecnológico.
Guardando las distancias de rigor, el venezolano es también (o más bien pretende ser) un caso de “industrialización tardía” y el grueso de su estrategia debe apuntar, por lo tanto, hacia la difusión de tecnología. ¿Cómo hacer para que su sistema productivo pueda emplear las innovaciones tecnológicas que se producen fuera de sus fronteras y que le resultan imprescindibles para tener un aparato productivo competitivo? ¿Cómo hacer para adquirirlas, dado que no puede generarlas? Estas son preguntas claves para poder armar una política científica y tecnológica que no pase por alto las condiciones y posibilidades de este país. Preguntas, por cierto, que no hemos sido muy dados a formular. En el medio académico, por ejemplo, no se ha producido ningún estudio que yo recuerde para analizar cuánto ha tardado en adoptarse una nueva tecnología en una determinada rama industrial, por qué razones, con qué efectos. Otros países latinoamericanos, Brasil y México que ahora recuerde han determinado en varias ramas del sector manufacturero un rezago tecnológico de hasta veinte años. Nada hace pensar que en Venezuela la situación pudiera ser distinta. La conclusión es fácil y automática: si esto pudo ser tolerado en una economía cerrada, no se precisa de grandes esfuerzos para adivinar las consecuencias que arrojaría en una que intente ser mucho más abierta.
Por sí acaso, es bueno advertir que una política centrada en la difusión no exime de la necesidad de que el país desarrolle sus propias capacidades. La adquisición de tecnología no es sólo, ni principalmente cuestión de tener dinero para poder comprarla. Un axioma reza que para adquirir capacidad científica y tecnológica hay que disponer de capacidad científica y tecnológica. La paradoja, que es sólo aparente, tiene un buen sustento teórico que no cabe exponer aquí en sus detalles. Me limito a señalar que el mercado de tecnologías tiene poco parecido con un supermercado. Al contrario de éste, no existen unos estantes en donde hay justo lo que el cliente desea, listo para que se lo lleve. La tecnología es altamente específica con respecto a la empresa que la quiere utilizar (es, en gran parte, “hecha a la medida”) y, por otro lado no la consigue quien quiere, sino quien puede. Cuando se adquiere tecnología se adquiere principalmente (aunque no sólo) información y ésta sólo se puede obtener si se tiene conocimiento de su existencia y de su significado. Así, diversos estudios muestran que los procesos de difusión se dan antes y de mejor manera en los países que cuentan con un nivel más alto de desarrollo científico y tecnológico (incluso la ciencia básica cuenta para estos fines). En definitiva, pues, son estos países los que están en condiciones de construir su capacidad tecnológica a partir de la adquisición de tecnología foránea.
La moraleja es, entonces, que para que se den dentro de la economía venezolana los procesos de difusión de tecnologías el país tiene que contar con ciertas capacidades para que ello pueda ocurrir. Las mismas deben tener un nivel tal que permitan a la empresa identificar las tecnologías que necesita, evaluarlas y negociarlas, así como adaptarlas y mejorarlas conforme a las condiciones y propósitos dentro de los que las quiere usar. Dependiendo de las características de la rama industrial en que se ubique la empresa, esto puede requerir de una apreciable capacidad de Investigación y Desarrollo, como condición para que se pueda “digerir” las tecnologías que se necesiten.
Muchos países han sabido orientar su aparato científico y tecnológico a fin de darle soporte a la difusión de tecnologías foráneas. Las naciones nórdicas disponen de un instrumental muy efectivo que resulta aleccionador. Igual las asiáticas. Aunque no es ni nórdica ni asiática, la Fundación Chile es un excelente ejemplo a este respecto. Se trata de una empresa de investigación, consultoría y servicios técnicos que busca hacer fluida la transferencia de tecnologías extranjeras hacia la industria chilena; su objetivo es crear nuevas oportunidades
comerciales a través de la identificación de tecnologías existentes en el mercado internacional, transferirlas a Chile, dominarlas y adaptarlas y finalmente explotarlas industrialmente (4).
Esta estrategia difiere de la que el país ha seguido a lo largo de los últimos veinte años a incluso, lo repito, de la que tiene ahora. La reestructuración planteada es, así pues, la que va de la mencionada política esquizoide que no lograba conciliar la compra de tecnología foránea con el desarrollo de capacidades locales, a una política basada en el concepto de dominio tecnológico, dentro de la que sea posible integrar los procesos de difusión con los de generación. El camino es el de la asimilación a través del aprendizaje.
Conforme a lo indicado en varias oportunidades, la política científica y tecnológica venezolana se ha movido principalmente en torno al centro de investigación. A pesar de que cada vez más digamos lo contrario (el discurso se ha modernizado), su doliente casi exclusivo lo constituye la comunidad científica y el objetivo casi único ha sido el fortalecimiento del llamado “sector científico y tecnológico”. Se presupone que en este reside la capacidad para generar conocimientos que eventualmente pueden ser demandados por las empresas. En el léxico cotidiano, se trata de generar una “capacidad de respuesta” que pueda hacer frente a las necesidades de nuestro aparato productivo aunque este último no tenga el suficiente nivel tecnológico para hacer conocer sus requerimientos, lo cual dificulta enormemente los vínculos entre laboratorios y empresas.
El desarrollo tecnológico de los países depende de sus empresas. Quizá lo habría podido decir Perogrullo, pero en la práctica lo hemos olvidado por un tiempo demasiado largo. Para una economía lo que cuenta son los recursos tecnológicos que logre acumular en sus empresas para producir más y mejor, esto es para acceder competitivamente al mercado. Los laboratorios y otras instituciones coadyuvan a que esto sea posible. Su papel es imprescindible, pero de carácter complementario. Desde el punto de vista teórico, Nelson lo argumenta impecablemente: por la naturaleza misma de la tecnología en tanto que conocimiento, por el carácter altamente “idiosincrático” del cambio técnico y por los problemas asociados al control de la tecnología, la misma empresa debe disponer de su propia capacidad.
La realidad de los países desarrollados nos dice, por su parte, que por cada diez investigadores, ocho trabajan en la industria. Así mismo, al menos la mitad de la inversión en ciencia y tecnología corre por cuenta del sector productivo y alrededor del ochenta por ciento de toda la inversión es “ejecutada” por este último, lo cual significa que incluso una porción importante de los recursos aportados por el sector público se gastan en la industria. (Aclaro de pasada que nada de lo dicho significa que el Estado no tenga una participación muy fuerte). Aquí reside una diferencia crucial entre estos países y los países subdesarrollados. En Venezuela, por ejemplo, quizá uno de cada cien científicos se desenvuelva en el medio productivo y las empresas no aportan ni el cinco por ciento de la inversión total en ciencia y tecnología.
La tarea principal no es, pues, tratar de que se dé la vinculación entre centros de investigación y las empresas. En este sentido, la propia experiencia venezolana revela, en líneas generales, que la vinculación entre los laboratorios y el sector productivo ha traído consigo distorsiones que en cierto grado han pervertido la naturaleza de los primeros, en particular cuando son de carácter universitario (5). Nuestros laboratorios tienden a convertirse en consultoras, resolviendo problemas “menores” a la industria.
Para que ello no siga ocurriendo y para que los nexos se den en los términos que se deben dar, las empresas tienen que convertirse en interlocutores válidos de los centros de investigación y en el país debe crecer el papel de otros agentes tecnológicos, como las mencionadas consultoras y las firmas de ingeniería.
La labor es, entonces, ir construyendo una capacidad tecnológica en el seno del sector productivo. No es fácil, claro, dada la realidad industrial del país, pero hay que intentarlo. Hay mecanismos diversos de índole financiera y fiscal que han sido utilizados en otros lugares. Igualmente, programas de asistencia en materia de lo que se denomina gestión tecnológica ó creación de centros de I&D cooperativos y medidas quizá más fáciles y que pueden ser tomadas como primer paso, tales como la participación determinante de empresarios en la dirección de algunos centros de investigación tecnológica o sistemas de pasantías de investigadores en industrias, las cuales, si bien es cierto que mantiene a la empresa y al laboratorio como entes separados, “endogenizan” un tanto la relación.
(4) La Fundación Chile trabaja en el área agroindustrial. A pesar de que se trata de un organismo sin fines de lucro, su orientación es claramente comercial. Sólo emprende proyectos que dejen ganancias. Esto último se consigue mediante la creación de empresas subsidiarias de la propia Fundación, las cuales se venden una vez que se hacen rentables. Gracias a esto y a la prestación de servicios tecnológicos al sector privado, la Fundación se financia hoy en día a partir de sus propios recursos.
Este organismo cuenta con noventa profesionales y está muy bien equipado con seis laboratorios de investigación. La vinculación con el ITT le ha dado acceso a una red muy importante de consultores y de proveedores de tecnología a nivel internacional. Por lo que he visto, ha venido siendo un mecanismo institucional muy eficiente para el mejoramiento tecnológico del sector industrial de Chile.
(5) Hay una creciente orientación hacia la industria por parte de los centros de investigación universitarios. De hecho, éstos últimos ya no se distinguen de los centros de investigación industrial no universitarios. Es lógico preguntarse cuán conveniente es que ello sea así. No sería ocioso, creo, plantearse cuál es la misión de la investigación universitaria.