Ignacio Ávalos Gutiérrez
Ciertamente, si para las tres décadas y algo más de proteccionismo industrial, la política tecnológica lucía como accesoria dentro del conjunto de políticas industriales, hoy en día se trata de un aspecto medular en la tarea de construir una economía competitiva. No se puede poner en práctica una estrategia de apertura sin tener por detrás una estrategia que eleve la competitividad de la industria venezolana, cosa que depende, en medida apreciable, de su capacidad tecnológica. ¿Y qué nos dice el diagnóstico correspondiente? Cosas bastante graves y conocidas que me basta con mencionar de pasada: rezago tecnológico en muchas de las industrias, baja inversión en el desarrollo tecnológico, escasos laboratorios de I&D en el seno de las propias empresas, poca “cultura tecnológica” en el medio productivo, difícil y poco fluida relación entre éste y los centros de investigación, en fin, una industria que a simple vista no parece estar del todo preparada para enfrentar las complejidades y las exigencias que derivan de la apertura económica.
Esta última debiera traer consigo transformaciones de envergadura equivalente en el plano tecnológico. Allí se juega, en buena medida, la suerte del “Gran Viraje” que el presente Gobierno propone a la sociedad venezolana.
Veamos, pues, cuál es la actual política tecnológica del país.
Un ambiente competitivo: ¿basta con ello?
Durante esta Administración se han tomado varias medidas en lo que hace a la política tecnológica. Hay dos importantes que quiero destacar inicialmente.
Hace alrededor de dos años se modificó el régimen de inversiones extranjeras y de transferencia de tecnología, a fin de hacerlo más atractivo a los capitales foráneos y facilitar la transferencia de tecnología. En general, se tiene ahora un conjunto de normas que reduce la intervenci6n estatal y procura dejar en manos de las propias partes la manera como ha de darse la transacción. En lo tocante a este punto, las disposiciones vigentes son mucho más permisivas que las que rigieron en el país desde los años setenta, inspiradas en la Decisión 24 del Pacto Andino y cuyo fin primordial era el de proteger a la empresa local de las presiones que pudieran ejercer los proveedores extranjeros. Sin embargo, su liberalismo no se equipara al de otras legislaciones puestas en práctica en varios países latinoamericanos. En México, por ejemplo, se eliminó la prohibición de incluir en los contratos las famosas “cláusulas restrictivas” y se propende a que compradores y vendedores lleguen a los más variados acuerdos, incluso aquellos que antes supondrían la violación de tales cláusulas.
Así mismo, el Ejecutivo acaba de introducir en el Congreso Nacional un Proyecto de Ley de Propiedad Industrial que pretende armonizar con las políticas de apertura y, desde luego, con las destinadas a atraer la inversión y la tecnología extranjera. El mismo reemplaza disposiciones que datan de hace más de cuarenta años y su objetivo es actualizar la normativa en función del progreso tecnológico y conceder en Venezuela los mismos niveles de protección que se observan en los países desarrollados, de los cuales, es de esperar, vendrá el capital y el conocimiento. No obstante, el Proyecto aún conserva ciertas limitaciones que han provocado la reacción de algunos sectores, entre ellos la de las empresas farmacéuticas extranjeras y la de dos industrias incipientes, como son la del software y la de la biotecnología. Imposible dejar de mencionar, además, la opinión de Carla Hill, la embajadora especial de los Estados Unidos, quien, sin demasiados miramientos diplomáticos, ha señalado que sólo una ley parecida a la mexicana, en cuya elaboración tuvo mucho que ver la presión norteamericana, sería vista como segura y confiable por los hombres de negocio de su país. La señora Hill, por cierto repitió la sugerencia en cuanto país latinoamericano visitó, a manera de recordatorio permanente de las reglas del juego económico hoy en día.
Estas dos modificaciones me ponen en la vía de hacer una consideración de carácter general. En lo que lleva de gestión, el Gobierno ha concentrado todos sus esfuerzos en la elaboración y aplicación de su política económica que, como ya dije, se corresponde con la idea de crear una economía de mercado conveniente y eficientemente enlazada con la economía mundial. Allí ha estado implícita su política tecnológica. El punto merece una explicación algo más larga.
En efecto, para que las empresas puedan moverse en un ambiente más competitivo, como el que se pretende crear, tendrán que ocuparse de producir con eficiencia y calidad, es decir, deberán mostrar niveles de productividad comparables a los de sus pares en otras partes del mundo, o de lo contrario desaparecerán. Pareciera entonces Darwin habría suscrito sin objeción este punto de vista que la mejor política tecnológica es una política económica que liberalice abra la economía y fuerce a los actores económicos a entender sus señales y a responder ajustando su “conducta tecnológica” a las nuevas circunstancias. El cambio en las disposiciones relativas a la propiedad industrial y a la transferencia’ de tecnología encajan dentro del propósito perseguido por la política económica. El nuevo entorno o, para decirlo sin ambages, las leyes del mercado, impulsarán a las empresas a ser eficientes y, desde luego, a desarrollar sus capacidades tecnológicas. Esa industria débil que anteriormente describí no tendrá más remedio que “ponerse las pilas”. Y el Gobierno no creo que abrigue la más mínima duda de que sabrá y podrá ponérselas. Para éste, el planteamiento esbozado tiene rango de premisa.
Cierto que el contexto económico es el punto de partida y cierto, también, que en una economía abierta hay un mensaje mucho más nítido para que la industria se haga competitiva. Pero no basta. La mayoría de las empresas venezolanas no puede, por sí misma, “ponerse las pilas”. Se precisa, además, de una política que deliberadamente lo haga posible, que apunte hacia la acumulación de capacidades tecnológicas en la industria. Aquí el Estado tiene una misión imprescindible de la que no cabe desentenderse porque la mano invisible del mercado ni puede, ni sabe llevarla a cabo con entera propiedad. En este caso, además de invisible, la mano se mueve con algo de torpeza.
Reivindico, pues, la necesidad y la importancia de que el país tenga política tecnológica. ¿La tiene?. Diría que más bien no. O, para ser más exacto, dispone de ella, pero no es la que cabría esperar para este momento. Le queda demasiado corta a la reforma comercial. Carece de la envergadura de ésta y no alcanza como respuesta a las implicaciones que de ella derivan. En pocas palabras, todavía se parece demasiado a la política que retraté anteriormente. Quizá sea también, aunque por distintos motivos, una política prescindible. O casi.
El diseño de esa política es responsabilidad del CONICIT y allí reside su primera limitación.
Esto se ha dicho mucho desde hace bastante tiempo, por lo cual me dispensa de hacer un alegato detallado. Me limito a señalar que este organismo carece de la visibilidad y ubicación necesarias para actuar dentro del “espacio” tecnológico. Dado como fue concebido y estructurado le resulta de difícil acceso, como lo demuestra su propia historia. Lo más grave no es, sin embargo, que el CONICIT insista en hacer lo que institucionalmente no puede, sino que el Estado lo tenga como su principal instrumento para intervenir y procurar que se dé el desarrollo tecnológico en la industria venezolana.
La política elaborada por el CONICIT continúa siendo entendida principalmente desde la perspectiva del llamado “sector científico y tecnológico”, que, en la práctica, se reduce al conglomerado de centros de investigación, tanto los ubicados en el sector público, como en las universidades. Y el tema más relevante de la agenda de trabajo es, como antes, la manera de vincular a los laboratorios con las empresas. La empresa sigue quedando fuera de la “política científica y tecnológica nacional”, a no ser por su papel de eventual destinatario de los conocimientos generados por los centros de investigación. Persiste, así mismo, la convicción en torno a la necesidad de la `tecnología propia” y no hay medidas que fundamenten la estrategia de aprendizaje tecnológico en el seno del sector productivo(1).
Prueba de lo que digo se puede encontrar, con toda claridad, en el Segundo Plan Nacional de Ciencia y Tecnología(2). Sin entrar en detalles, que de seguro serían importantes en otro tipo de análisis, pareciera que se está reeditando, de otra forma, pues las circunstancias difieren, el paralelismo observado durante el período de sustitución de importaciones.
En fin, se trata de una política que, no obstante el lenguaje renovado de los documentos que la sustentan, ha cambiado poco y no compagina con lo que se pretende a través del Gran Viraje, no sólo porque no guarda proporción con la transformación que requiere nuestro aparato productivo, sino porque apela a nociones y enfoques que poco tienen que ver con los modos de funcionamiento de la economía de mercado que se pretende construir(3). Por eso pudiera calificarse, tomando en préstamo una expresión que Joaquin Marta Sosa ha usado en otro contexto, como una “nueva vieja política”.
El desarrollo tecnológico depende mucho de lo que haga el Estado. La experiencia de países muy distintos no deja margen alguno de duda. La evidencia más a la mano (y más a la moda), la de los países asiáticos de industrialización reciente, es muy elocuente; igual la del Japón, o la de los países nórdicos y también la de España. Desde luego, las modalidades de la intervención gubernamental cambian en cada caso, pero siempre existe y hasta podría calificarse de fuerte. A 1ás razones teóricas, bien expuestas en la literatura especializada desde hace bastante tiempo, en el caso de países como Venezuela habría que añadir la falta de “cultura tecnológica” como un motivo más para que el Estado tome cartas en el asunto, pero creo que debe hacerlo cambiando el eje de gravedad de la política que tuvo durante los últimos veinte años y que, en lo esencial, todavía mantiene a pesar de las transformaciones económicas ya en camino. Tal cambio implica un deslizamiento de la política tecnológica desde el llamado “sector científico tecnológico” hacia el sector productivo y desde el concepto de “tecnología propia” al del dominio tecnológico. Una consecuencia lógica debe ser la modificación de los esquemas de organización del sector público y de sus modos de participación, como parte de una reforma institucional que debe tocar, desde luego, al sector productivo.
(1) Después de la década perdida, que también tiene su versión venezolana, el CONICIT hace esfuerzos para al menos regresar a la situación que se tenía durante los setentas. Sus esfuerzos son, sin embargo, los “clásicos”, es decir, los ideados para fortalecer el “sector científico y tecnológico nacional”, con poco que ver, en términos prácticos, con el desarrollo tecnológico de las empresas.
(2) Como en otras ocasiones a lo largo de su historia, recientemente el CONICIT presentó un Plan Nacional de Ciencia y Tecnología. El mismo hace un planteamiento, novedoso en este tipo de documento, al señalar que la empresa es el centro de gravedad de la política científica y tecnológica del país. No obstante ello, es, de hecho, un Plan de Investigación, concebido y organizado alrededor de los laboratorios. Su destinatario principal es la comunidad científica y si hubiese de condensar su propósito diría que es el de hacer que se generen tecnologías desde los centros de investigación locales, procurando que haya los nexos adecuados con las empresas para que éstas puedan eventualmente utilizarlas. Atañe, pues, a sólo una parte de lo que se considera el desarrollo científico y tecnológico del país. Deja por fuera otros propósitos y actividades fundamentales que, en términos generales tiene que ver con los procesos de difusión, adopción y asimilación de tecnologías a lo largo del sistema productivo. El texto del Conicit no encara, pues, el que, en esencia debe ser el tema de la política en este campo y su propósito de hacer más competitiva su economía.
(3) Se oyó mucho decir, por otra parte, que el Ministerio de Fomento adoptaría una concepción a lo MITI, incluyendo, desde luego, las funciones que éste desempeña en el plano del desarrollo tecnológico. Sin embargo, hasta ahora la propia reorganización del Ministerio (incluyendo las dependencias relacionadas con la propiedad industrial y la normalización y el control de calidad, actualmente en marcha), así como la reforma comercial, han copado su agenda. Su trabajo más directo ha sido la reorganización del Fondo para la Innovación Tecnológica (FINTEC), la cual persigue, entre otros fines, fomentar la disponibilidad de capitales de riesgo orientados hacia el desarrollo tecnológico. A1 margen de esto, creo que en este Ministerio están los más fuertes adeptos a la idea de que la transformación económica traerá consigo la capacitación tecnológica de las empresas.