Ignacio Ávalos, Rafael Rengifo y Gilberto Merchán
La siguiente fase comprendida dentro del proceso de planificación es la de la implementación del Plan, o, si se prefiere no usar ese horrible anglicismo, la del cumplimiento del Plan. De manera general, y con la mira puesta en lo que es el propósito de este trabajo, pudiera decirse que aquí están presentes dos aspectos íntimamente enlazados, pero cuyo análisis conviene hacerse por separado. El primer aspecto es el de la viabilidad política del Plan; el segundo, el del manejo de los instrumentos previstos, los cuales se supone, habrían de vehiculizar su aplicación. Vayamos, pues, con el primer aspecto.
Es sabido que un plan debe tener "dolientes" para que pueda cumplirse. Debe haber grupos sociales que lo respalden y se interesen por su ejecución. Si esos grupos tienen suficiente peso dentro de la correlación de fuerzas de la sociedad, se dice, entonces, que el tal Plan es políticamente viable. Ello es así porque el Plan expresa, en último término, un proyecto político que refleja un balance de intereses sociales determinado y que convierte a la planificación en un ejercicio que es de índole técnica, pero sobre todo política. Esto último hace necesario que -mediante el diagnóstico político de que se habló en páginas anteriores- se conozca cuáles fuerzas o intereses colectivos auparían la aplicación del Plan y cuáles, por sentirse afectados, no.
Aún cuando el I Plan se levantó sin el apoyo de este tipo de diagnóstico, todo parece indicar que, si tiene algún doliente, ése es la comunidad científica. Esta representa claramente al grupo social que más injerencia tuvo en su elaboración y ello se refleja, sin duda alguna, en su contenido y, más que todo, en su implementación.
De la concepción expuesta en el I Plan ya se habló en la sección precedente. Se ha visto, por tanto, cómo el desarrollo científico priva, en términos reales, por sobre el tecnológico. Este hecho tiene que ver, definitivamente, con la circunstancia de que es la comunidad científica el único grupo cuyos intereses tratan de evidenciarse en una política y en los modos de llevarla adelante. Es este grupo el único que le da cierta pertinencia social al Plan o, más precisamente, a una parte de él-. a la que tiene que ver con la actividad científica. Esta no es marginal en el sentido y el grado con que se lo ha venido repitiendo desde hace diez años. Cierto que es casi absolutamente marginal cuando se la calibra por sus relaciones con la actividad productiva, aunque, como se ha dicho en diversas partes de este documento, esas relaciones no son ni tan directas ni tan inmediatas como se supone cuando se afirma que nuestra ciencia está "desvinculada de los grandes problemas nacionales". Pero lo que no es tan cierto es señalar que la ciencia es marginal porque no interesa a nadie. Sí interesa, interesa a la comunidad científica que es un grupo que no puede ignorarse y cuyo peso es lo suficientemente grande, dentro de sus obvias limitaciones, como para dejar sentir sus ideas y planteamientos. Por esto la política científica no es tan letra muerta como la política tecnológica. No es solo mera "política construida", como diría Carlos Matus para describir el intento bien intencionado del planificador de cambiar, más o menos radicalmente, una situación cuya fuerza de inercia no apunta en el sentido en que él lo desea. Siendo un poco amplio con la concepción de Matus pudiera llegar a decirse que la política científica establecida en el I Plan si llega a encajar en una "coyuntura dinámica" y, en consecuencia, patentiza el esfuerzo por "disciplinar" un proceso que de cualquier manera se ha venido dando (recuérdese que nuestra actividad científica tiene presencia institucional desde hace, por la menos, tres décadas y, por tanto, se ha consolidado como una necesidad que tiene su doliente bien concreto).
El caso de la política tecnológica es bastante distinto. Esta no se fundamentó en ningún diagnóstico político, del cual pudieron haber salido sus dolientes potenciales, pues si bien es cierto que la "política construida" suele ir por lo menos en parte, a contrapelo de los procesos reales, no lo es menos que existe la posibilidad, a veces importante, de que dicha política encuentre asidero social en ciertos intereses y de esta forma se haga viable en alguna medida. Pocas veces, sin embargo, ese asidero se encuentra de manera automática; lo normal es que tenga que ser identificado y hasta "fabricado" mediante acciones se combinen el convencimiento la "concientización", como suele decirse ahora y la negociación.
Venezuela no tiene ninguna tradición en lo que, sin mayor rigor, cabría llamar el desarrollo tecnológico. Nuestro entorno industrial hecho a la medida de los requerimientos del modelo de la sustitución de importaciones no sólo ha permitido, sino propiciado que la economía funcione mediante el uso, sin mediar proceso alguno de aprendizaje, de tecnología importada. ,
En ese entorno industrial hay, sin embargo, fuerzas sociales a intereses concretos, no los predominantes, por supuesto, que pudieran hacer suya la política tecnológica o una parte de ella. Esas fuerzas a intereses han de ser identificados a fin de que brinden un sustrato social a esa política de manera de que ésta vaya ganando, poco a poco, en viabilidad política. El logro de ésta no puede descansar exclusivamente en el modus operandi participativo que se empleó para la elaboración del I Plan. Con todo lo importante que resultó este esquema de trabajo, el mismo se quedó dentro de los límites de lo exclusivamente formal. Cierto que opinaron distintos grupos con supuestos diversos intereses los cuales se expresaron en diversos Encuentros Sectoriales y en el I Congreso Nacional de Ciencia y Tecnología, pero cierto también que solo luego de acuerdos muy generales, rayando en lo abstracto, en torno a los cuales resultaba difícil, si no imposible, disentir. AI permanecer en las alturas se evitaron los puntos de conflicto y se mantuvo ese consenso casi celestial que, aunque paradójico, le restó apoyo social al I Plan, sobre todo en lo que atañe a la política tecnológica. No afloraron los intereses concretos de ningún grupo, de manera que ningún grupo podía manifestar desvelo alguno por la ejecución de tal o cual parte del documento. Se cumplió lo que señala Diego Urbaneja respecto a la política ambiental: que el carácter general de los intereses es una desventaja para su defensa, puesto que al tratarse de un interés difuso, que atañe a todos, pero que no atañe a nadie en particular, no hay grupos es- y organizados que ejerzan presión. El Plan puso por delante una política tecnológica redonda, indiscutible, "defensora de los mejores intereses del país"; pero no hubo grupos o sectores que se sintieran específicamente aludidos y que, en consecuencia, favorecieran o adversaran esa política.
En síntesis y a la luz de lo acaecido hasta la fecha, pareciera que el Plan ha jugado un papel eminentemente ideológico: al país se le ha dicho cuán importante es el desarrollo tecnológico en términos de su desarrollo independiente. A la hora de formular un proyecto político acorde con las nacionalizaciones y con la profundización de nuestro crecimiento industrial, por citar sólo dos rasgos importantes del modelo de desarrollo actualmente vigente, se requería de una "declaración tecnológica" que contribuyera a darle solidez y capacidad legitimadora a ese proyecto. El I Plan Nacional de Ciencia y Tecnología, elaborado por el CONICIT por encargo del Presidente de la República, contribuía a cumplir esa función. El hecho de que ese Plan fuera o no viable pasó a segundo plano.
Como se dijo al principio de esta sección, junto a la viabilidad política está, íntimamente vinculada, la cuestión del manejo de los instrumentos como aspecto importante del proceso de implementación del Plan. Este es el punto que conviene tocar ahora.
La efectividad de los instrumentos requiere como condición necesaria, que no suficiente, la viabilidad política. Sin embargo, hay unos instrumentos, los "directos" que podrían correr con buena suerte aún sin contar con el apoyo político de que se ha venido hablando. Tal sería, por ejemplo, el caso de un instrumento cuyo use dependiera exclusivamente del CONICIT, en el que la "influencia" del contexto o 18 necesidad de la participación de alguna otra entidad fuera de menor importancia.
Por este tipo de casos cabría hablar, más que de instrumentos para la planificación, de instrumentos para el planeamiento, tal y como lo señala Pablo Levin. El CONICIT, que es de facto el organismo planificador del desarrollo científico y tecnológico, se proveería su propio ámbito de acción y dentro de ese ámbito, y sólo allí, trataría de concretar una política usando instrumentos que estén a su alcance. Se haría a un lado la pretensión de la planificación global y se adoptaría esquemas de acción más modestos, cuyos resultados quedarían confinados a un ambiente mucho mas reducido.
Desafortunadamente el 1 Plan no dispone de una buena batería realista, de instrumentos "directos", con los cuales CONICIT pudiera haber sembrado su política con efectividad.
Pero hay otros instrumentos, los "indirectos" cuya efectividad si depende absoluta, esencialmente , de que el Plan cuente con un apoyo político calificado puesto que su manejo cae fuera de las posibilidades "naturales" de los entes planificadores, coordinadores o ejecutores del desarrollo científico y tecnológico y puesto que su objeto es de una tremenda complejidad social. En el caso de la planificación del desarrollo tecnológico estos instrumentos tienen una importancia mucho Mayor y representan un problema de planificación de más envergadura. Vale la pena citar algunos ejemplos para ilustrar cuanto se quiere decir. Uno de ellos es el use del régimen fiscal de depreciación de maquinaria y equipo. Se ha probado en otros países que, en la medida en que se controlan los lapsos de depreciación de los activos de las empresas, puede ayudarse a la creación y fortalecimiento de una cierta capacidad tecnológica que va surgiendo gracias al desarrollo de las actividades relacionadas con el mantenimiento y reparación de esas maquinarias y esos equipos. Se trata, pues, de un instrumento de cierta importancia, pero cuyo use no está en manos de ninguno de los organismos que usualmente se ubican en el "sistema". En Venezuela la potestad de modificar la manera como se deprecian la maquinaria y los equipos corresponde al Ministerio de Hacienda. En consecuencia la utilización de esta modificación como instrumento de política tecnológica requeriría que, por un lado, se llevara a cabo un proceso intrincado de convencimiento y negociación a nivel político-administrativo a fin de que ese Ministerio acogiera el cambio legal propuesto y por otro, que se llevara a cabo un proceso, igualmente difícil de convencimiento y negociación que diluyera los intereses sociales que indudablemente se opondrían a la medida y que explicitara el apoyo de aquellos otros intereses que seguramente la apoyarían.
Otro ejemplo aún más evidente lo constituye la política de control de tecnología importada. Esa política se las tiene que ver con una trama mucho más cerrada y hostil de intereses que incluye, la participación de las transnacionales como usuales vendedoras de la tecnología y frente a la cual poco puede hacerse desde un organismo que, como CONICIT, es casi completamente ajeno al problema y que, encima, carece de poder político y capacidad técnica para ejercer acción alguna.
De lo dicho aquí se colige que, como se dijo antes, no se pensó en la implementaci6n del Plan. (Sobre todo en lo que atañe al desarrollo tecnológico). Este, sin embargo, no puede ser, así, sin más, completamente ignorado. Su contenido crea, como diría Urbaneja, "un cierto clima de opinión que no puede ser olímpica y permanentemente desdeñado". Los postulados del Plan instituyen una suerte de obligación moral que en determinadas coyunturas y de la manera más casuística, se traduce en hechos concretos. Nuestro 1 Plan ha tenido, mal que bien, ese destino.