Espacios. Vol. 14 (2) 1993

La industria venezolana: Cinco años de ajuste sin política tecnológica

The venezuelan industry: five years of adjustment without a technological policy

Ignacio Avalos Gutiérrez


A proteger el conocimiento sino que lo diga la C.I.A.

Para la economía de hoy en día lo más importante son, así pues, las pautas según las cuales se dan los procesos de generación, difusión y utilización de tecnologías. Por lo tanto, no hace falta mucha argumentación para entender por qué el control de la propiedad sobre el conocimiento se ha vuelto estratégico, como nunca antes lo fue.

Así, dentro del marco de las negociaciones del Gatt, los países industrializados, en particular los Estados Unidos, presentaron un cuerpo de proposiciones que subraya el monopolio privado sobre la tecnología, a expensas de su divulgación, hecho que resulta comprensible, desde luego, dado que son ellos los que producen casi toda la tecnología disponible en el mundo.

Según sus negociadores, las normas vigentes en la actualidad, en la mayoría de los países, no son idóneas para proteger las tecnologías que se están generando hoy en día. Son disposiciones viejas dentro de las que no hay como darle cabida a los programas de computación, a los circuitos integrados o a los microorganismos, por citar tan solo tres ejemplos. Esto se conjuga, además, con el hecho de que muchas de esas nuevas tecnologías resultan relativamente fáciles de copiar, en un tiempo corto y a un costo bajo. El régimen de protección, de suyo permeable puesto que se trata de resguardar conocimientos (bienes públicos), en este caso lo es aún más, circunstancia que ha ocasionado pérdidas millonarias para las firmas y la economía estadounidense y, en casi directo correlato, un aumento de la competitividad de empresas y economías rivales.

Vistas las cosas desde este ángulo, los Estados Unidos buscan, por todos los medios a su alcance, restringir la divulgación de sus tecnologías y no sólo mediante las presiones que ejerce a nivel internacional a los fines de que el correspondiente régimen legal sea cada vez más severo. En efecto, hace dos o tres años, la Comisión Presidencial de la Competitividad Industrial, recomendó la protección en los mercados de alta tecnología, lo cual ha llevado, incluso, a coartar la diseminación del conocimiento científico básico, algo que dentro del ethos de la comunidad de investigadores casi equivale a una práctica “contra natura”. Por virtud de esta decisión, hay, por ejemplo, resultados científicos que no se publican y laboratorios cuyo acceso le está vedado a los extranjeros.

Un informe aún más reciente, el cual calza, nada menos, la firma del Presidente Clinton y del Vice-Presidente Gore, va aún más lejos al considerar que el resguardo de la competitividad es cuestión de máxima seguridad nacional, es decir, asunto que le debe competir a la CIA. Verá Ud. por qué.

Los Estados Unidos tienen la convicción de que el poderío económico de varios de sus principales rivales en el mercado internacional ha sido construido a expensas de su desarrollo científico y tecnológico, de allí la necesidad de tomar medidas para que ello no siga ocurriendo. El gobierno norteamericano, en efecto, dice contar con evidencias irrefutables, demostrativas de que es víctima de espionaje económico y tecnológico, practicado incluso con la anuencia de otros gobiernos, por ejemplo el francés, a través de su Dirección Nacional de Seguridad Exterior. Ni qué decir de los asiáticos, cuya simpática figura de espias tecnológicos, provistos de camaritas minúsculas, no provocaba, hasta hace poco, sino desprecio y condescendencia de parte de las autoridades, y eran material, en el mejor de los casos, para películas de corte humorístico.

Pero ahora la cosa va en serio. Por eso, a partir del mes de marzo pasado, a la CIA se le ha dado la encomienda de determinar el robo de secretos tecnológicos y la búsqueda, por medios ilegales, de la estrategia comercial de un competidor, cosas ambas que, según sus cifras, costaron a los americanos más de cien mil millones de dólares, solamente el año pasado. Cosas como éstas encabezan, ahora, la lista de amenazas contra la seguridad nacional, en este mundo dentro del que los rusos se han convertido en nobles e íntimos aliados. Dicho sea de paso, de esta manera los norteamericanos resuelven el problema que les representa la CIA, más concretamente, sus veintinueve mil millones de dólares anuales de presupuesto, ahora que los comunistas escasean y del socialismo real poco se habla.

Se trata, así pues, de que la CIA despliegue una estrategia de carácter defensivo, limitada a custodiar los intereses de los Estados Unidos. Pero todo el mundo se pregunta, cuánto tardarán en pasar a la ofensiva, si es que no lo han hecho ya. En otras palabras, cuanto demorarán en hacer espionaje, no sólo contraespionaje, a favor de las empresas de su país.

El mismo Presidente Clinton ha dicho que la CIA debe contribuir a salvaguardar “nuestros intereses económicos”, y, para ello, ha echado mano del Information Seciruty Oversigh Office, creada mediante uno de sus últimos decretos por el Presidente Bush. Es ésta una nueva estructura que reúne al Pentágono, al Departamento de Energía y a las agencias de inteligencia y cuya misión es garantizar “la protección y control de todas las informaciones confidenciales en los campos tecnológico y económico”.

Algunos expertos norteamericanos temen que, tras esta vaga formulación, la CIA se tome atribuciones que vayan hasta controlar estrechamente una empresa extranjera que desee entrar al mercado estadounidense en cualquier campo que se considere “estratégicamente sensible”.

En fin, viendo estas cosas, se observa que la economía de mercado no es tan economía de mercado como se pregona. Y se observa también, en su forma más extrema, el papel que juega la tecnología, las restricciones de que es objeto su difusión y, como consecuencia de ello, las nuevas modalidades que está tomando la transferencia de tecnología. En este sentido, el control de ésta se da la mano con los procesos de globalización de la actividad económica y para su intercambio prevalecen las llamadas “alianzas estratégicas”.

El intento de poner a marchar un nuevo modelo económico en Venezuela tiene en las páginas anteriores una parte muy importante de su telón de fondo. Para decirlo en pocas palabras, tal intento no pude ignorar, así pues, un contexto caracterizado en buena medida por la intensidad del cambio tecnológico y la tendencia hacia el mayor control sobre la tecnología.

La industria venezolana: El ajuste a la Darwin

En este tiempo de cambios hay una marcada tendencia a prescindir de la historia, tanto es el afán por que ésta comience a cada rato. Así, al no haber pasado, las cosas se piensan y deciden en el vacío, según un estilo que cada vez gana más terreno entre nosotros.

El “fundamentalismo tecnocrático”, si vale la expresión, me ha convertido en un obsesionado por la historia. A cada rato me digo que Venezuela viene de atrás y que es como es por lo que ha venido siendo a lo largo del tiempo, lo cual no quiere decir que no pueda cambiar, sino que no puede hacerlo si se ignora a sí mismo. En fin, el país no es una cosa moldeable a voluntad, materia prima que se puede transformar por una suerte de voluntariado técnico, bien respaldada por diagnósticos y simulación de escenarios.

Por eso, en el diseño de medidas, cualquiera sea su naturaleza y su envergadura, la viabialidad técnica no basta. Hace falta es determinar la viabilidad política, es decir, la posibilidad de que los actores sociales, con su pasado a cuestas, se comporten en la dirección deseada.

Favor no olvidar de cual industria hablamos

Digo lo anterior, porque, por más obvio que parezca decirlo, nuestra industria tiene ya una historia, a lo largo de la cual ha adquirido ciertas dimensiones, cuenta con determinadas características y ha logrado conformar una cultura, en la cual se resume una concepción y unos modos de comportamiento. De nuevo, resulta caso una simpleza señalarlo, pero nunca está de más recordarlo, de tanto que se olvida, que tal historia condiciona en buena parte el futuro de esa industria: la definición de sus objetivos posibles, la forma en que puede alcanzarlos, los recursos con que puede contar, los obstáculos que tiene que vencer, el tiempo que necesita.

Es pues, el punto de partida, el “dato” imposible de ignorar y, en muchos sentidos, significa un acervo positivo importante, pero en otros representa, también, casi un peso muerto para emprender la transformación tan radical y tan urgente que se precisa para responder a las exigencias que derivan de los nuevos giros de la economía mundial y los problemas que confronta la propia economía nacional.

Sin ánimo de entrar en detalles innecesarios, por lo conocido del tema, basta con recordar que la nuestra fue una industria forjada en los moldes conceptuales de la sustitución de importaciones, de allí sus características más medulares. Una fotografía rápida muestra, así pues, una industria en general poco competitiva, básicamente ensambladora, poco desarrollada tecnológicamente y orientada hacia el mercado interno. A lo anterior habría que añadir una fuerte dependencia del Estado, éste último distribuidor de una cuantiosa renta petrolera, y, así mismo, una mayoría de empresas muy joven, con diez años de vida promedio.

Esta es la industria sobre la que recayó, no cabe otra palabra, el programa de ajuste iniciado por el gobierno venezolano en 1989.

La política macroeconómica como única (casi) política

Por treinta y más años, el proteccionismo se constituyó, es sabido, en la médula de la política económica nacional. El mismo se sustentó en la convicción de que la reserva del mercado interno para los bienes locales era una condición casi suficiente para que el aparato productivo madurara y, a través del aprendizaje a lo largo del tiempo, se hiciera cada vez más competitivo y, por ende, menos necesitado del apoyo estatal. Sin embargo, al cabo de varias décadas no puede decirse, como afirmación global, que nuestro aparato económico sea productivo y competitivo conforme a los patrones internacionales.

No obstante, me da la impresión de que, por paradójico que suene, a partir de 1989 se persiguió lo mismo a través de lo contrario: abrir el mercado y exponer a la economía venezolana a la competencia internacional, aguardando similares resultados, es decir, una economía a la postre más fuerte, valida de sí misma, capaz incluso de exportar. Prevaleció una gran fe en la efectividad de los programas de estabilización y de ajuste estructural para corregir los desequilibrios macroeconómicos, así como en el conjunto de reglas de juego que le permitirían a los actores económicos orientar su comportamiento por señales provenientes del mercado. Guiándose por estas últimas, se presumió que nuestro aparato productivo no tendría más remedio que dedicar los recursos necesarios para hacerse competitivo y, como parte de ello, aumentar su capacidad tecnológica.

Al papel del Estado se le dio escasa importancia. Se le quitaron algunas funciones, se le recortaron otras, y, en definitiva, se postuló como buena la política de que sobrevivieran sólo los más fuertes. Mirada de otra manera, tal política partió de la premisa de que las empresas que no sobrevivieran en condiciones de mercado abierto no tienen razón de ser.

En pocas palabras, esta fue la hipótesis que estuvo detrás del programa económico iniciado hace casi cinco años.

La sobrevivencia como objetivo

Desde el año 1989 para acá, la situación ha apretado a nuestras empresas. Puesto en marcha el nuevo programa económico, éstas no cuentan con el apoyo que antes les brindaba el Estado, ni tampoco con la exclusividad del mercado local para sus productos. A lo anterior, añádanse los factores que aún distorsionan las variables macroeconómicas y se sabrá por qué la industria venezolana se mueve en un entorno complicado, como nunca antes lo tuvo.

Así las cosas, a partir de las nuevas medidas la mayoría de ellas ha encarado la situación, concentrándose en las decisiones relativas al corto plazo. La caída apreciable de las ventas o el alza de las tasas de interés, por mencionar sólo dos factores, han determinado que las empresas acoplen su conducta mediante decisiones sobre los precios, los costos y los volúmenes de producción, descuidando las inversiones orientadas hacia lo que, de manera genérica, se podría denominar su capacidad tecnológica. (1). Se observa, en este sentido, una disminución notable en los fondos, de por sí siempre menguados, dedicados a la realización de actividades de investigación y desarrollo, a la capacitación de su gente, a la contratación de asistencia técnica y a la realización de estudios de mercado, así como a la compra de maquinarias y equipos.

Igualmente, llama la atención el hecho de que la empresa venezolana típica no está muy conciente de la necesidad de información. Muy pocas empresas parecen tener un sistema bien organizado de consultas. La mayoría carece de centros de información y documentación interna y sólo muy pocas se valen de servicios externos, y menos aún se relacionan con laboratorios científicos. Huelga decir que la falta en la empresa de una función, por no decir una estructura, orientada a la búsqueda de información es particularmente grave en estos tiempos caracterizados por una rápida obsolescencia, tanto del conocimiento, como de la tecnología. En este sentido, casi pudiera decirse que una empresa moderna se califica según el acierto que tenga para obtener información, procesarla y convertirla en estrategias y políticas a corto, mediano y largo plazo.

Por otra parte, la empresa venezolana promedio también exhibe como característica la de ser poco dada a mirar a lo lejos. Nuestra gerencia ha sido enseñada para el manejo de la rutina, no por los libros, sino por la dependencia de gobierno espasmódicos que ni siquiera llegaron a tener estrategias quinquenales. Falta pues, el hábito institucional de la planificación a largo plazo, tanto que se hace extraño en el medio aquel que se traza programas que vayan más allá del año. ¿Será necesario decir las consecuencias que ésto puede tener para el desarrollo de la capacidad tecnológica del aparato productivo del país?

En síntesis, en estos años difíciles las empresas nacionales han puesto todos sus esfuerzos en las tareas de sobrevivencia, cada cual según le apremie la situación, su “idiosincracia tecnológica” (2) y los recursos de que dispone para darle la cara a los tiempos actuales, determinados éstos por la crisis económica, el cambio de modelo de desarrollo en el país y las nuevas realidades de la economía internacional. Así pues, en parte como consecuencia de la premura por resolver la coyuntura, y en parte por la falta de una visión estratégica, nuestras empresas están descuidando, aún más que antes y con consecuencias más graves, aquellos aspectos relacionados con la formación de su capacidad tecnológica, es decir, los que pesan cada vez más en la determinación de la competitividad a más largo plazo. Este descuido pesará negativamente con respecto a las posibilidades de adquirir nuevas tecnologías, dado un contexto como el delineado en las primeras páginas del artículo. En efecto, en virtud del aumento del control sobre la tecnología, la propia capacidad tecnológica será, cada vez más, la condición para acceder a nuevas capacidades (sólo quienes tengan conocimientos, podrán acceder a nuevos conocimientos) aún en los términos en que se da hoy día la transferencia de tecnología (sobre todo asociaciones estratégicas). En suma, se le hará más difícil a nuestras empresas el acceso al mercado internacional de tecnologías.

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