Espacios. Vol. 6 (1) 1986. Pág 2

Ciencia y política en Venezuela: del espejismo al simulacro (1)

Rafael Rengifo (CENDES-UCV)


Índice:

RESUMEN:

En el presente trabajo se exponen algunas consideraciones generales de orden teórico, relativas a la Política Científica: la emergencia de lo científico como ámbito de acción política, la mitología de la planificación de la ciencia y los determinantes de la política científica en el contexto venezolano. Se señalan, a criterio del autor, los rasgos esenciales de la política científica venezolana y finalmente, se presentan algunas líneas alternativas sobre política científica, su expresión institucional, su vinculación con el sistema científico internacional y se discute ampliamente sobre la necesidad de una política científica democrática.


I. CONSIDERACIONES PREVIAS

1. La política científica, institucionalización del encuentro ciencia-Estado, constituye un ámbito de negociación: a partir de su creciente necesidad de fondos, la ciencia produce el discurso político sobre su utilidad a los objetivos del Estado. En tal contexto, como dice J. J. Salomon, “...la ciencia se realiza como una técnica entre otras más, es la manipulación de las fuerzas naturales (y sociales, añadiríamos nosotros) bajo el horizonte de las decisiones políticas” (Salomon, 1970). Del otro polo del proceso, el Estado tiene en la política científica un caso más de su acción pública: la especificidad reside en el lugar que ocupa su objeto, la ciencia, en la actual civilización, a saber, principal fuerza productiva-destructiva, instrumento de control social y medio de legitimación ideológica.

Adicionalmente, en ese ámbito de negociación se mueve otra figura, una dimensión central del proceso, la planificación de la ciencia. Esta dimensión no es tanto central en términos especiales, esto es, no tanto por su papel de mediador entre los otros actores del proceso sino más bien en cuanto principal instrumento de acción -y autopromoción- de la política científica. Sin embargo, llama la atención la circunstancia de tratarse aquí de la planificación -esto es, de la previsión y acción sobre conductas y procesos- de un espacio caracterizado por lo aleatorio: la ciencia, más allá de su misma práctica interna, en sus manifestaciones administrativas e institucionales, se mueve en el reino del azar. Ahora bien, si esto último es cierto (2), el ejercicio planificador de la ciencia es siempre ilusorio y empapa a la política científica de ritualismo y retórica (3). A la objeción que considera que hechos tales como el Proyecto Apolo, el despegue japonés o la revolución de la microelectrónica constituyen pruebas fehacientes de las bondades de la planificación de la ciencia, habrá que responder con el argumento, desarrollado por J. J. Salomon, sobre el rol que juegan en estos éxitos no tanto las técnicas ni el buen ojo de los planificadores sino, más precisamente, el lugar que aquellos tienen entre las prioridades nacionales, esto es, la concentración de recursos financieros y humanos en torno a proyectos y estrategias prioritarias.

2. ¿Cómo se traduce lo anterior en el contexto venezolano?

El título del presente trabajo pretende sintetizar el proceso de la política en Venezuela: del espejismo de los objetivos al simulacro de la acción. Tratemos de ver ésto más detenidamente.

En 1950, si copiamos el dato de uno de los pioneros de esta historia, existían unos 10 investigadores a tiempo completo (según M. Roche en Ardila, 1981). Es el año del nacimiento de la política científica en Venezuela, el de la creación de la Asociación venezolana para el Avance de la Ciencia (AsoVAC). Otros investigadores los encontramos en oficinas públicas, especialmente en torno a las áreas de sanidad y agricultura. Del otro lado, 1950 es el segundo año de una dictadura que interrumpe el primer experimento democrático venezolano, iniciado en 1948; el Estado venezolano de la época apenas se deslastraba a los resabios de la larga dictadura gomecista e intentaba, con otra dictadura, modernizarse y alcanzar aquello que una palabra de reciente uso sintetizaba: el desarrollo. Cabe preguntarse, pues, cuál tipo de intercambio puede establecerse y, más acá de ello, qué es lo que mueve a la comunidad científica de la época a producir el discurso de la política científica: ciencia útil, ciencia como motor del desarrollo, ciencia para los problemas nacionales a cambio de fondos. El escenario, está lleno de epopeya, los pioneros de la época tuvieron que lidiar con una dictadura y el ethos democrático privó en la mayoría de ellos, amén de surgir como rara avis en un país como el esquematizado más arriba. Responder a lo anterior es exponer los títulos de nacimiento -y desarrollo- de nuestra política científica, hacer un balance. Lo que sigue es una versión apretada de ello.

3. La primera marca distintiva de nuestra política científica es su vinculación con el exterior. A diferencia de otros casos latinoamericanos, la proposición de institucionalizar la relación ciencia-Estado en Venezuela no viene por insistencia del Estado, a raíz de alguna misión de funcionarios internacionales, eso vino después. Las iniciativas tienen su origen a finales de la década del cuarenta en el empeño de un pequeño grupo de investigadores que habían hecho estudios de post-grado en el exterior -eso es, USA y Europa- en donde las nuevas relaciones entre los científicos y los gobiernos tenían lugar. Allí y esto es mera inferencia, se empaparon de aquellos valores de la ciencia que Merton analiza, en el contexto del progresivamente imperante sistema internacional de ciencia. Lo que suponía el prolongar en el país los temas, las formas y la organización de las investigaciones originadas en el exterior era reproducir el papel del Estado como financiador de las investigaciones. Es el momento en que se despliega el discurso político de la ciencia: existe un modelo de efectiva vinculación ciencia-Estado, con los frutos que están a la vista, -a pesar de Hiroshima y Nagasaki, más aún, a pesar de que tales resultados se criticaran-, el país debe desarrollarse y la ciencia es la palanca fundamental del desarrollo. Sólo que faltaba precisar cómo es que la ciencia es motor del desarrollo -dejando de lado, por el momento, qué tipo de desarrollo-; más bien, qué ciencia había, que hacer, en relación con cuál entorno económico, a partir de qué tradiciones y, cosa importante, para cuáles destinatarios.

4. Más adelante, llegaron las influencias de la UNESCO, a través de un proyecto de Consejo de Investigaciones firmado por Caspersson: en él se encuentran todas las características de los CONICITS-CONACITS que en el mundo han sido: centralismo institucional, vinculación a los modelos de la ciencia internacional y, más adelante, la consabida planificación de la ciencia. De nuevo el intercambio ciencia-Estado anda cojo: ¿cuáles con las respuestas que la ciencia nacional da a las preguntas del Estado nacional; o, si se quiere, de los empresarios nacionales? Treinta años después se publicará un libro resaltando 200 tecnologías nacionales, en su mayoría adaptaciones de tecnologías foráneas, muchas de ellas hechas por técnicos en empresas y con ninguna viabilidad comercial. Resumiendo: Nuestra política científica copia el modelo de relación ciencia-Estado de los países desarrollados, dejando entre paréntesis su lugar en el negocio, llenando ese lugar con una retórica que tendrá variados retoños y se volverá contra ella. Puede decirse que aquella comunidad científica de los años 50, pionera de nuestra política científica, se adelantó al desarrollismo que luego campearía en los proyectos económicos y sociales de los distintos gobiernos: la ciencia, pilar del desarrollo, se promociona a base de inyecciones de fondos en torno a sus sectores más dinámicos, para poquito a poco, alcanzar el standard de los países desarrollados; todo esto sin preguntarse si era medianamente posible socialmente posible, ni si el espejismo era deseable, si las manifestaciones recientemente experimentadas tenían que ver con una forma de hacer ciencia de manera peligrosa.

5. Otras característica, muy común, que exacerbará las características negativas anotadas es la que encontramos con la explosión planificadora: desde su creación, el CONICIT concibe un departamento de planificación y desde allí se irá configurando un tercer interlocutor que, inicialmente, sería un convidado de piedra con el papel de adornar, con la consabida retórica de estadísticas y diagnósticos, las peticiones de rigor. Pero, obviamente, cuando los sectores de un proceso no intercambian sino fantasmagorías -esto es: por un lado el Estado vistiéndose con la ciencia en tanto símbolo de modernidad y legitimación, ya que sus necesidades las llena la importación gracias al petróleo, pero otorgando presupuesto para la actividad científica; por el otro lado, la ciencia batallando por presupuesto más justo en un comercio signado por el equívoco primario, la demostración de su inevitable utilidad, y perpetuando su vinculación con temas y formas de investigación ajenas a su propio discurso-, entonces, emergen los mediadores, los traductores, en este caso, los planificadores, las instituciones de política científica. Ahora bien, ya hemos anotado nuestra visión de la planificación de la ciencia; en un escenario como el venezolano tal pretensión es un exabrupto que sólo salvan, de nuevo, la retórica y los altos precios del petróleo que inflan el presupuesto nacional. Sin embargo, esto tiene una consecuencia aleccionadora: la instancia planificadora, asentada en un terreno tan ambiguo, dependiendo de los fondos del Estado y de las presiones de la comunidad científica, va autonomizándose progresivamente, alejándose de las raíces que le dieron vida y convirtiéndose en un interlocutor independiente cuya razón de ser es o bien la sobrevivencia burocrática o la imposición de la razón tecnocrática, vía esta última que no tiene asidero social ni económico (sin contar con sus consecuencias funestas).

6. Estos son, desordenada y rápidamente, los rasgos esenciales de la política científica en Venezuela. Faltan actores y procesos, especialmente aquellos que soportan el peso de esta desmesura, aquellos que sienten los frutos de la ciencia, como consumidores, usuarios, pacientes, dolientes. En esta historia, hasta hoy, y lo veremos más adelante, no se les ha pedido opinión y cuando la han expresado ella queda relegada al terreno de la “doxa”, esa cosa que es la opinión del común de las gentes, imposible de terciar en un diálogo entre el poder y el saber.

II. LINEAS ALTERNATIVAS

1. Una primera sugerencia tiene que ver con la dimensión más central de la política científica, a saber, la planificación de la ciencia. Ya hemos discutido nuestra desconfianza sobre el particular, pero también, hemos visto y reconocido que la planificación de la ciencia, buena o mala, realista o ilusoria, existe en tanto función, hecho social; más aún, la pretensión misma de planificar, expresada en instituciones, modelos, técnicas y acciones, obliga a reconocer su presencia y, por lo tanto, a reflexionar sobre enfoques alternativos.

Podríamos afirmar, esquemáticamente, que las posibilidades de programar, ordenar y poner en práctica un conjunto de objetivos y acciones -podría llamarse a esto planificación o intervención, etc.- puede tener lugar en forma efectiva y lograr superar el umbral de la retórica legitimadora sólo en tres escenarios, correspondiéndole a cada uno de ellos una forma específica de intervención social.

El primer escenario vendría a configurarse a partir de lo que se define como Proyecto Nacional: objetivos compartidos por vastos sectores sociales, unidos a una voluntad política colectiva y con un profundo contenido emocional movilizador. En tal escenario se logra un margen considerable de consenso y coherencia lo que, aunado a la presencia de la voluntad política colectiva, permite que las múltiples distancias entre la idea, el proyecto y los hechos se acorten. Así, los obstáculos que provienen de la propia tarea de la previsión de conductas y relaciones, como aquellos que son propios de nuestra particular formación social y cultural se minimizan, son relativizados por la identificación colectiva con los objetivos.

El segundo escenario es el que encontramos en las sociedades autoritarias, aquellas en las que el consenso es sustituido por la represión y la disciplina. En efecto, en este tipo de escenario la voluntad colectiva es apropiada, mediante la generalización del terror, por la elite burocrática o militar; igualmente, la intervención se cumple en tanto razón de un Estado omnipresente y fuertemente jerarquizado con lo cual tenemos que la previsión y coordinación de acciones no es más que una orden a ser obedecida, siendo los obstáculos a superar aquellos provenientes de la terca naturaleza.

El tercer ámbito, finalmente, revela los límites de la planificación, hasta el punto que ya no puede considerarse como tal la forma de intervención. El escenario es nuestra sociedad, tal y como la conocemos, en donde o bien las posibilidades de un Proyecto Nacional son remotas, por los momentos, o bien una salida autoritaria es la menos deseable de las alternativas.

La nueva forma de política científica alternativa se asienta en varias experiencias, recogidas especialmente en el trabajo de Antonorsi y Avalos “La planificación Ilusoria”.

El núcleo de esta perspectiva recoge la tensión entre ciencia y política, intentando eludir, sus manifestaciones funestas, con un planteamiento democrático crítico. Ese planteamiento tiene que ver con la minimización, relativización del papel del planificador, el desplazamiento de la autonomización de la instancia planificadora, (4) lo que supone una actitud frente al complejo de la ciencia que contiene los siguientes elementos: la ireductibilidad del trabajo científico, esto es, la ilusión de un matrimonio funesto entre la ciencia y el poder; además, el respeto por las iniciativas de los centros de investigación y el conocimiento de las propias limitaciones de la instancia planificadora.

Otro rasgo es el de concebir el proceso de intervención en el ámbito de la ciencia como un proceso de información-comunicación-participación y no como un intento de disciplinar la realidad; así, no sólo se disminuye la ya referida autonomización de la planificación, sino que además se produce un proceso de sinceración de las relaciones en el interior de la política científica. En efecto, ya hemos comentado los escamoteos y ambigüedades de la formación y dinámica de la política científica: el complejo de la ciencia queda atrapado entre el discurso sobre la utilidad de la ciencia, sus exigencias financieras y la presencia de los “policy makers”; del otro lado, el Estado exige la demostración de utilidad de la actividad científica y, al mismo tiempo, no demanda de la ciencia más que su presencia retórica Concibiendo la intervención estatal como proceso de información, como una actividad de coordinación de múltiples iniciativas, con la participación de los grupos sociales involucrados, el encuentro entre política y ciencia deja de ser la oscura dialéctica demostración-imposición, para permitir la construcción de un espacio si no común, al menos de diálogo e intercambio.

2. Estrechamente ligado a los anterior hagamos una referencia acerca de la expresión institucional de la política científica. Un común denominador de la institucionalización de la relación entre la política y la ciencia es lo que podríamos llamar la mitología del centralismo: criatura de los tiempos modernos que bajo el padrinazgo de la OECD, la UNESCO y, entre nosotros, la OEA, intenta ordenar el caos mediante la instalación de un Centro Ductor que todo lo ordena, todo lo decide. Indudablemente que tal mitología proviene de las doctrinas del intervencionismo estatal y que se aplica a todos los campos, pero a nosotros nos interesa destacar su uso e implantación generalizados en el campo de la política científica, zona en donde es aceptada y promovida como si fuera la organización natural. #####??? los nuestros.

Efectivamente, se puede imaginar lo complejo del asunto: coordinar, programar, realizar actividades en torno a una política para la ciencia en países sin tradición científica, con Estados poco modernos, con poca o ninguna coherencia institucional. En tal contexto, quizás, emergía como única solución organizacional las recomendaciones de los organismos internacionales en torno a la creación de instituciones centrales, asociadas a las esferas más altas del poder político, concentradoras de recursos, capacidades y de decisión. Así nacen los CONICITS en América Latina.

Ahora bien, a poco menos de quince años de la creación de estos organismos, por lo menos para Venezuela, no estamos seguros que tengamos tradición científica, que el Estado, por lo menos el venezolano, haya logrado algún nivel de coherencia institucional, pero se hace patente que el mito centralista es inoperante. En primer lugar en tanto se encuentra asociado a la pretensión planificadora, la cual, más allá de los rasgos de intervencionismo y control, intenta disciplinar un proceso como el de la ciencia que, como se ha dicho anteriormente, es sumamente aleatorio. Ese intento ordenador, de concentración de mecanismos destinados a regular y codificar las actividades científicas tomando en cuenta las contingencias de tales actividades, creándose así una ineficiencia y una desorganización aún mayores. En segundo lugar, el centralismo alimenta el proceso de progresiva autonomización de la instancia planificadora, con la secuela de conflictos que ello supone. Finalmente, la centralización es también espacial, geográfica, reproduciéndose los mecanismos de concentración privilegiada de las capitales.

Es un escenario como el esbozado arriba, la proposición de una política científica como proceso de información-comunicación-participación no tendría cabida, reforzándose las manifestaciones negativas de la actual situación. Entonces, sería imposible establecer una relación eficaz entre las múltiples iniciativas que se dan en el diálogo entre la ciencia y el Estado, porque el centralismo supone unidireaccionalidad, intervención y control, además de generar una racionalidad poco respetuosa de lo plural. El temor al desorden, la invocación de que hay que evitar el caos a través de la concentración de poder, ha demostrado que produce otro desorden pero vertical, otro caos pero con nombre y apellido.

3. Centrémonos ahora en un punto álgido de la política científica, especialmente en contextos como el nuestro; se trata de la vinculación con el sistema internacional. Es un punto álgido, en primer término, porque toca uno de los valores más caros a la comunidad científica: el universalismo.

Hemos resaltado a lo largo de este trabajo cómo la política científica nacional nace marcada por su vinculación con el sistema internacional de ciencia: por una parte, en tanto la fracción más activa de la comunidad científica de la época, aquella que liderizaba la institucionalización de la política científica, estaba formada por investigadores con estudios en el extranjero, de donde traían modelos organizativos y temas de investigación; por otra parte, el modelo que asume aquella comunidad científica es el que propone la UNESCO, vía el informe de Caspersson, el cual, a su vez, recoge la esencia del pensamiento de la OECD sobre la materia.

Detrás del universalismo como valor de la práctica científica, encontramos supuestos riesgosos a la hora de una política científica autónoma: la República de la Ciencia es una noción irresponsable, en tanto oculta complejas y variadas relaciones. Una, que en ese “universo”, aparentemente plano, neutro, circular, lo que signa a todo el sistema es la desigualdad, la asimetría: nunca es lo mismo un Investigador en el MIT que un Investigador en la UCV, y la diferencia, obviamente, es de contexto en la medida en que existen tradiciones científicas, nexos institucionales propios y particulares. Dos, que ese “universo” perdió su condición aérea independiente, en el mismo momento en que nace una política científica -Einstein y Roosevelt, Oppenheimer, Hiroshima o, más recientemente, la Bayer y el Vietnam- y, por ende, la vinculación no es entre investigadores y centros de investigación exclusivamente; involucra además simultáneamente un nexo con el sistema internacional, con los países centrales, con sus objetivos políticos, militares, de prestigio y, también sociales. Entonces, el escamoteo de esta doble o múltiple vinculación, en nombre del universalismo o cualquier otro valor abstracto, esconde una situación de dependencia, de subordinación, solamente atenuada bien por la conciencia de los investigadores de la periferia, bien por el hecho que el complejo científico periférico no ha establecido aún un compromiso político-económico con las instancias de poder, tal como ese compromiso existe en los países centrales.

Pero hay una tercera dimensión escamoteada en todo esto, a saber, que la vinculación con la investigación de los países desarrollados, con sus áreas de interés, sus criterios de excelencia, sus formas de organización, etc., minimiza y casi hace desaparecer la función de una política científica nacional. En efecto puede afirmarse que la planificación nacional de la ciencia, más bien la pretensión de esa planificación, se reduce a la provisión de fondos y que el resto de las actividades de política -la fijación de áreas específicas de trabajo, los criterios de evaluación y hasta el control, es un proceso externamente centrado. Si esto es así, la política científica no hace más que lubricar la subordinación, más todavía si ella misma está repleta de conceptos y modelos igualmente externos (5).

Debe hacerse aquí la aclaratoria sobre el sentido de lo externo, de lo foráneo. No se trata, de ninguna manera, de imaginar una ciencia -e igualmente, una economía, una cultura, una información- autista, encerrada en la búsqueda de una inexistente dimensión “nacional”; pero sí se trata del sentido, de la direccionalidad del proceso de relación con el exterior: si la relación es, por una parte, unívoca, y, por otra, no es controlada por la propia comunidad científica, se convierte en hipoteca de autonomía, y autonomía significa la posibilidad de plantear y resolver problemas propios, significa poder optar sobre fuentes de información, criterios de excelencia, formas de organización, etc. Por otra parte, no se trata de la vinculación con un ente externo, abstracto; se trata de los países centrales, de la ciencia que si bien ha producido adelanto sanitarios, tecnológicos, etc., hoy más que nunca, produce disminución de la calidad de la vida, instrumentos de control social, armas definitivas, etc. Así vistas las cosas, el nexo con ese sistema internacional de ciencia no puede obedecer exclusivamente a problemas de excelencia sino que, también debe involucrar un examen de los determinantes de la práctica científica, de lo que ella puede tener que ver con cuestiones como libertad, paz, respeto a la dignidad de los hombres ya su derecho de vivir sana y plenamente.

Pero, ¿qué conclusión extraemos de todo esto, qué puede hacer una política científica ante esto?

En primer lugar, creemos, debe evitarse construir, a partir de un discurso crítico de los nexos ciencia-poder, ciencia-dominación, un discurso autoritario; porque es habitual que ante argumentos como los expuestos se caiga en peticiones de intervención estatal de la actividad científica, que no sólo no evita lo que se piensa prevenir sino que introduce nuevos elementos distorsionadores, nuevas dominaciones. En el mismo sentido como en el punto anterior comentamos las alternativas a la planificación de la ciencia, sobre este particular insistimos en los mismos principios: informar, comunicar, coordinar, respetando las múltiples iniciativas. Y aquí destacamos uno de los objetivos centrales que, a nuestro juicio, debe plantearse toda política científica, a saber, la prevención de las manifestaciones negativas de la ciencia.

La afirmación anterior merece un comentario. Es sorprendente la ausencia de reflexión crítica sobre la dimensión oscura de la ciencia en los “policy makers”: más aún, sabemos de investigadores, pioneros de la política científica, que se muestran contentos de que en nuestro país no hay un “movimiento anti-ciencia”. Lo grave de esto reside en que se trata de un comportamiento parecido al del avestruz: nadie puede negar la seriedad y el peso de los argumentos, y de las personas que los hacen, sobre los riesgos que el actual sistema de ciencia engendra; pueden no aceptarse, pero jamás se puede desconocer que ellos nacen de la constatación de una larga lista de pruebas de connivencia entre proyectos científicos y proyectos destructivos, al margen de la ya desgastada y poco fiable “buena conciencia” de los investigadores. Despachar estos argumentos como si fuera obra de delirantes utopistas o de quién sabe qué oscurantistas, revela una peligrosa tendencia a asumir las relaciones entre la ciencia y el poder como algo grato, ingenuo, prestándose así, entonces, para cualquier delirio de dominación y destrucción (6).

Volviendo a nuestra conclusión: no se puede fomentar y coordinar la ciencia bajo el criterio de “cuanto más mejor” sin añadir una reflexión sobre el sentido y la dirección del esfuerzo científico, de su vinculación con los objetivos de centros mundiales de poder, de las manifestaciones negativas de la práctica científica. Tendríamos pues, que informar, comunicar, tanto a nivel de las publicaciones juveniles y populares de divulgación científica, como entre los investigadores y “policy makers”, el carácter complejo de la actividad científica en tanto actividad social, sus riesgos, su carácter de arma de doble filo. Porque si caemos en la trampa, en la que hoy caemos, demostrar el lado alegre y puro del conocimiento científico, bajo el argumento que en un país como este no podemos darnos el lujo de “hablar mal de lo que no tenemos”, nos veremos atrapados en la tautología que denunciaba Macaulay: no darle la libertad a los esclavos con el argumento que ellos no sabrían que hacer con ella; es como aquel hombre que jamás entró al agua porque no sabía nadar.

4. Otra faceta de lo anterior tiene que ver con el papel de los postgrados como vehículo de vinculación con los centros de investigación de los países centrales. El sentido del postgrado en el exterior, evidentemente, estriba en adquirir conocimientos y destrezas en aquellos centros en donde tales cuestiones poseen un alto nivel de excelencia. El problema comienza con el proceso mediante el cual esos centros adquieren prestigio y, según unos criterios muy particulares, también, la excelencia.

Ese aspecto que entre otras muchas cosas tiene que ver con el proceso interno de investigación, depende, además, de la pertinencia social y política de los temas de investigación, pertinencia que, a su vez y entre otros aspectos, permite el financiamiento de los centros. Y es en este punto en el que los intereses de la investigación científica coinciden con el de los entes financiadores: el Estado, las Fundaciones privadas, las Corporaciones Transnacionales. Como es bien sabido, quien fija las condiciones de aceptación de los postulantes lo hará según sus criterios de excelencia institucional y, sobre todo, de la pertinencia de los intereses del postulante. Aquí, entonces, se cruzan todas las pertinencias e intereses posibles.

Reconocemos que estamos resaltando parcialmente el proceso, existen otras facetas en las cuales el postulante o la institución que lo financia tienen mucho que ver en la selección del post-grado. Pero resulta que lo descrito es un hecho que de una u otra manera nos lleva a las relaciones entre ciencia-dominación. Porque en definitiva, se trata de enviar a especializarse a nuestros mejores estudiantes, a los que serán los mejores profesores e investigadores del país. Y si esa reserva humana se coloca así, alegremente, en manos de cualquier centro de Investigación “excelente” sin calibrar el sentido y la orientación de este esfuerzo, corremos el riesgo de que el postgrado consagre una relación similar a aquella que mantenía el poder español con los criollos: permitía su educación en la metrópoli para convertirlos en funcionarios accesorios del poder en la colonia.

De nuevo, enfrentar este problema no puede llevarnos a exigir una suerte de “nacionalismo” que corte los postgrados al exterior; se trata de los que Gabriel Trómpiz llamó “vinculación selectiva”, quizás con una idea distinta a la nuestra, y que rescatamos como fase inicial de un proceso que también pasa por el fortalecimiento de los postgrados nacionales. Esa selectividad deberá depender de un doble proceso: de un lado, la formación de los investigadores debe contar con suficientes elementos críticos de la relación ciencia-sociedad como para permitirles una distancia constructiva respecto a las experiencias de la investigación en centros de los países desarrollados; de otro lado, la selección de los centros receptores de postulantes nacionales debe hacerse con una suficiente información sobre los mismos, información que debe ir más allá del criterio de excelencia científica e incluir el examen de los temas de investigación, los procedimientos, formas de organización, etc., que permitan que el postulante tenga un margen de autonomía en la fijación de sus objetivos.

5. Adicionalmente podría pensarse en desplazar el centro privilegiado -USA y Europa- hacia una vinculación Latinoamérica. Ya Marcel Roche adelantaba esta idea en atención a lo que él consideraba su ventaja fundamental, a saber, la ampliación de la escala de operaciones (7).

A nosotros nos interesa está perspectiva pero por motivos, si se quiere, más radícales: la posibilidad de construir un quehacer científico asociado a problemas y modos culturales propios de la región. Cuatro objeciones salen al paso de una propuesta como ésta; la primera consiste en resaltar que los niveles de excelencia de la ciencia que se hace en América Latina no pueden competir con los de los países centrales, por lo tanto mal pueden sustituirlos; la segunda se refiere a que la pretensión de una práctica científica distinta de la que se realiza internacionalmente es un exabrupto epistomológico, desconocedor de los valores y procedimientos inherentes a la ciencia. La tercera consiste en sostener que la noción “latinoamericana” es engañosa ya que hace referencia a niveles y tipo culturales, sociales y políticos heterogéneos; por último puede arguirse que, en definitiva, la ciencia que se hace en América Latina está igualmente vinculada a los centros internacionales, con la cual la mencionada integración no sería más que un costoso rodeo.

Tratemos de responder estas objeciones. Respecto a la primera pueden decirse dos cosas, una, que de nuevo estamos ante la necesidad de revisar los criterios de excelencia científica y preguntarnos si ellos no están construidos socialmente, es decir. determinados por exigencias económicas y sociales, cuestión que .nos permitiría atrevernos a diseñar otros criterios para otras realidades; dos, en países como Brasil, Argentina, México, Chile, existe, en diversas especialidades, una tradición de investigación tal que posibilitaría tanto responder a los criterios de excelencia vigentes, como construir otros novedosos.

En cuanto a proponer algo que nos resistimos a llamar “ciencia latinoamericana” y que, más bien, es un intento de abrir una aventura intelectual autónoma, la objeción olvida que, como en el caso de la excelencia, la práctica científica, se constituye, aún internamente, a partir de un entramado sociocultural. Suficiente literatura hay sobre este particular como para insistir; lo que interesa es, pues recalcar que el actual modelo centro-periferia en la ciencia no es algo natural, dado, eterno, sino que es un producto histórico que bien puede transformarse.

Realmente, al hablar de América Latina como un todo podemos estar cometiendo una hipóstasis que, en rigor, resulta un recurso más de la retórica: existen diferencias y desniveles de tradición, economía y cultura; más todavía, países hermanados por compartir tradiciones similares poseen una gran asimetría desde el punto de vista de sus economías, sus leyes o su organización administrativa. Pero esto es verdad también para un concepto como el de “nación”, el cual involucra en un mismo marco a clases, tradiciones, prácticas sociales y economías con profundas diferencias entre si. Por lo tanto, más que una homogeneidad artificial o ideológica, lo que está en juego es, de nuevo, una posibilidad: un proyecto colectivo en torno a objetivos comunes, basado en las diferencias y conflictos, pero afincado además, para el caso específico que nos ocupa, en la construcción de nuevos modos de la práctica científica, ajustados no sólo a nuestra realidad regional sino, además, en consonancia con aquellos objetivos comunes.

Finalmente, en íntimo nexo con lo anterior, si bien la ciencia que se realiza hoy en América Latina tiene como común denominador su estrecha vinculación con los centros internacionales, estamos así. mismo asistiendo a un proceso, aún débil, de toma de conciencia sobre ese particular; en efecto, por varias razones –la participación política de algunos investigadores, las denuncias desde el propio centro sobre los riesgos de una ciencia desbocada y controlada por los grandes capitales y las potencias, un emergente sentimiento de ser parte marginal de un rompecabezas cuyas claves las poseen otros, etc., -ya no es posible asumir la ciencia con la feliz sonrisa del Gran Jefe Indio que está muy contento con las baratijas; ni siquiera el discurso “progresista” sobre la ciencia que “debemos aprender a usar y crear para los grandes objetivos del desarrollo” se salva de cierto desencanto, la cierta desconfianza ante los riesgos de una práctica del conocimiento asentada en la subordinación y el control.

Resumiendo, puede ser una tarea vital al repensar quiénes son los pares de las comunidades científicas de América Latina, en dónde situar cuestiones como el Universalismo y la Excelencia, quiénes son los reales destinatarios e interlocutores en este proceso de hacer ciencia en la región, en fin atreverse a nuevas formas metodológicas, organizacionales, de comunicación y difusión, capaces de desplazar la preminencia de la orientación fijada por los centros internacionales y dirigidas a evitar los compromisos, tanto temáticos como institucionales, con la destrucción.

6. Para finalizar tratemos ahora una dimensión habitualmente olvidada en los trabajos sobre política científica; se trata de la democratización del conocimiento, lo que en última instancia supone una política científica democrática. Este proceso tiene varias caras, algunas de ellas bastante polémica pero habrá que dar cuenta de ellas en la medida en que todo lo que se ha propuesto en este trabajo carecerá de sentido si no enfrentamos la relación del quehacer científico con los procesos sociales: ciencia y política, saber y poder, constituyen ejes que no deben ni pueden ser exclusivamente enfocados desde el punto de vista institucional, esto es, como un problema entre la comunidad científica y el Estado, sino que, también, deben y pueden verse en relación con los sectores sociales que “no saben ni pueden”, con el mundo cotidiano de los que reciben los frutos, positivos y negativos, del conocimiento científico y que no participan del mundo de las decisiones, es decir, la gente.

Para intentar aproximarnos a estos problemas hemos optado por analizar brevemente las implicaciones de dos casos locales, venezolanos, en los cuales encontramos la presencia de los tres actores que nos ocupan: la ciencia, el Estado y la gente. Nos estamos refiriendo a la aparición de varias toneladas de peces muertos en la bahía de Carenero y la pérdida de una cápsula radiactiva, usada en la industria petrolera, cerca de El Tigre, Estado Anzoátegui, ambos sucesos acaecidos en marzo de 1982.

No vamos a proceder a una detallada descripción de los sucesos sino a resaltar sus manifestaciones más significativas. Como es sabido la población de Carenero amaneció con varias toneladas de peces muertos en las costas, hecho que se repitió por varios días; se crearon las comisiones oficiales habituales que, junto a funcionarios de centros de investigación universitaria, procedieron a evaluar el fenómeno. No se sabe a ciencia cierta cuál o cuáles fueron las causas que determinaron la muerte de los peces, aduciéndose problemas que van desde dificultades técnicas en la recolección de las muestras hasta dificultades organizativas, esto sin contar una denuncia oficial de la AsoVAC sobre amenazas policiales a ciertos investigadores a fin de que “no causaran alarma pública injustificada”. Un informe elaborado por una comisión del Congreso, no hace más que redundar sobre la diferentes hipótesis manejadas sobre el origen del fenómeno: biotoxinas, sustancias químicas defoliantes, descargas de aguas negras, marea roja, etc. El otro suceso se refiere a la denuncia hecha por una empresa de explotación petrolera sobre la pérdida de una de sus cápsulas radiactivas, denuncia que se realiza un mes después de haberse detectado el extravío. En un procedimiento similar al del caso anterior, pero con un despliegue más sofisticado o internacional de tecnología para la búsqueda, se crearon comisiones, privadas y públicas, nacionales y extranjeras, se manejaron varias hipótesis -la cápsula quedó en el pozo, se perdió en el trayecto, fue recogida por alguien que desconoce su peligrosidad-; igualmente se publicaron anuncios en la prensa alertando a la población sobre el particular y exhortando a informar a las autoridades sobre cualquier indicio. Hasta la fecha no se sabe nada sobre el paradero de la cápsula radiactiva.

En ambos casos encontramos aspectos muy sugerentes sobre el lugar de la ciencia y de la política científica en la sociedad venezolana y, también, sobre cómo se relaciona el ciudadano común con la ciencia en tanto institución. El primer aspecto tiene que ver con un hecho central: estamos ante una demanda social -recalcamos social, no exclusivamente institucional, retórica, “oficial”- por el conocimiento científico ante una situación de emergencia en la que están involucrados la vida la persona, la economía de una región y el entorno natural de la misma. De parte del Estado la actitud para con la comunidad científica es significativa: inicialmente requiere de su concurso para las comisiones oficiales de investigación, luego desconfía de, por lo menos, una parte de esa comunidad ante la eventualidad que ella manifieste opiniones “incómodas” para el Estado.

Lo anterior nos lleva a recalcar, algunos argumentos esbozados a lo largo de este trabajo. Uno, que la indefinición de la relación entre el Estado y la ciencia genera una situación ambigua que sólo se salva formalmente con retórica, sea ésta en forma de discurso de ocasión, en comisiones especiales o en planes. Dos, que la ciencia, en tanto institución, puede entrar en el juego de la legitimación: la presencia de científicos en comisiones oficiales es promovida sólo hasta el punto en que aquellos dejan de ser una cuestión de ornato y justificación para llegar a ser una amenaza, una variable de la que se espera sólo obediente presencia y nunca una ruptura de las reglas de juego. Intimamente ligado a lo anterior, la institución científica permanece al margen de los procesos reales, atrapada en una suerte de silencioso chantaje: el comunicado de protesta de la AsoVAC, en el que se denuncian las intromisiones oficiales en el trabajo de pesquisa sobre el caso Carenero, se quedó en mera formalidad, ni siquiera ameritó de una respuesta explicativa por parte del Estado. Pero, quizás, lo más grave es que en este tenso diálogo entre la ciencia y el poder, la sociedad, la gente sólo aparece como un referente pasivo, sufrido de unos desmanes anónimos, casi incriticables, ilocalizables; en efecto, pese a que la población de Carenero se movilizó -ellos sí sabían quienes eran los responsables: las empresas de desarrollo turístico que arrojan desperdicios al mar y utilizan defoliantes– no contó con el apoyo de la comunidad científica, al margen de algunas voces individuales, a título personal y provenientes de los círculos universitarios. Igualmente, en el caso de la cápsula radiactiva, grupos de investigadores denunciaron el alegre manejo con que las empresas de extracción petrolera tratan el material radiactivo, pero eso fue todo, no se dio una movilización pública que identificara responsables, que nos permitiera ver a los investigadores preocupados y activos en defensa de la gente amenazada, precisamente, por los productos de la investigación científica.

Todo lo expuesto nos lleva a resaltar un problema asociado al actual modelo de práctica científica, a saber, que la producción de conocimientos genera producción de ignorancia, que el presente estilo de hacer ciencia se apoya en el relegamiento de otros saberes, desplazados al orden de lo empírico, de la mera opinión, de la ignorancia. Así, la experiencia diaria de los pescadores de Carenero que notaban la merma de la fauna marítima a raíz de los desarrollados urbanísticos de la zona; las evidencias de los pobladores de la zona que notaban cómo vastos manglares desaparecían de la noche a la mañana, dejando el terreno calcinado; las denuncias de los ambientalistas sobre la contaminación de las aguas en la zona de Barlovento, todo esto, es marginado o reapropiado por las comisiones oficiales y traducido a un lenguaje inocuo, ambiguo, donde no hay causas ni culpables, ni evidencias ni acusados: el último informe, redactado por diversos organismos oficiales de alto nivel, es un dechado de retórica que pretende ser objetivo destacando todas las hipótesis posibles, sin que nunca sepamos qué pasó realmente, quienes causaron el desastre.

Es en este sentido en el que resaltamos la importancia de una democratización de la ciencia, proceso complejo, imprevisible, pero que permitiría eludir tanto el compromiso peligroso con el poder, como sucede en los países centrales, así como de la sucesión de simulacros de eficiencias y el divorcio con la sociedad, que es el caso nuestro. Al parecer, dos serían los puntos centrales que permitirían una estrategia de democratización de la ciencia, como conocimiento y como institución. Por una parte, la actual organización germinal de la comunidad científica venezolana, la AsoVac, podría ser transformada, yendo más allá de construir un espacio para la discusión científica, es decir, buscando otros interlocutores que permitan que la política científica que se desprende de su acción no sea un exclusivo diálogo con el Estado, sino que sea, además, una política de la ciencia para y con la gente, con los sectores que no participan de los mecanismos de poder sino que, por el contrario, sufren sus desvaríos.

El otro aspecto tiene que ver con una tendencia que se asoma actualmente en el campo de la política científica nacional; nos referimos al intento de desplazar la investigación científica fuera de las universidades, hacia centros de investigación bajo la figura de institutos autónomos o fundaciones. El origen formal de esta propuesta radica en el actual estado de crisis que viven las universidades nacionales, crisis financiera, académica y administrativa que hace temer por el futuro de la investigación en el país, ya que el 60% de ella se hace en las universidades. Pero este argumento tiene otras caras, menos racionales y más peligrosas: esa crisis múltiple es social, no es exclusivamente universitaria, y mal podría solucionarse creando nuevas instituciones, las cuales no harían más que reproducir las fallas en términos más onerosos; por otra parte, el modelo propuesto pareciera querer evadir los problemas de la investigación universitaria creando islas de excelencia, calcadas de los patrones de los países centrales, jerarquizadas, apolitizadas en términos formales.

Una salida de este tipo constituye de hecho un riesgo grave que se expresaría de varias formas; primero, se enfatizaría la vinculación transnacional de la investigación científica en la medida en que se reproducen los patrones internacionales de organización del trabajo científico; segundo, una isla de excelencia, amén de ser profundamente antidemocrática, supone la pérdida de la posibilidad de encontrar otros interlocutores que no sean la propia ciencia y el poder que la financia, lo que nos llevaría a una ciencia más expuesta a los peligros del compromiso con la dominación y destrucción y menos dispuesta a transformarse en un conocimiento al servicio de la gente, porque la ciencia aislada en el nicho de la eficiencia reforzará sus tendencias más negativas, más desvinculadas de su capacidad de dar respuesta a los problemas sociales locales, obedeciendo exclusivamente a una lógica interna sin referente social.

Por el contrario, aún con el actual estado de crisis, que, repetimos, es de carácter social y repercute en la universidad tanto como en otros sectores, siempre será preferible que la investigación científica se realice en un marco plural, aún conflictivo, donde se expresan los distintos problemas y actores sociales, donde estén presentes tanto la excelencia como la conciencia crítica, en fin, donde tengamos un territorio capaz de hacer del conocimiento científico una aventura compartida.

Finalmente, una política científica democrática no puede tener su centro exclusivo en el Estado o en otros aparatos institucionales; más aún, si las manifestaciones de la política científica oficial son negativas, sea por sus compromisos o por sus ausencias, podríamos hablar entonces de una “contra política científica” basada en la participación colectiva de científicos, consumidores, sindicatos, grupos vecinales, etc., que hagan valer el derecho de la población a no ser manipulados en nombre del saber y por medio del poder y a oponerse a los proyectos destructivos realizados en nombre del poder y por medio del saber.

NOTAS

(1)   La presente ponencia constituye el resumen de un trabajo mayor que fuera realizado por el autor en el Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela, con el patrocinio del Consejo Nacional de Investigaciones científicas y Tecnológicas(CONICIT). Ese trabajo mayor consta de tres capítulos; en el primero se exponen algunas consideraciones generales de orden teórico relativas a la política científica: la emergencia de lo científico como ámbito de acción política, la mitología de la planificación de la ciencia, la hipoteca del discurso político de la ciencia, los determinantes originales de la política científica en el contexto venezolano. En el segundo capítulo se centra el interés en algunos hitos históricos significativos que expresan y consagran las consideraciones teóricas arriba indicadas; se trata, en este caso, de relevar los encuentros entre la ciencia y el poder a lo largo de la historia venezolana, la cristalización de tales encuentros en forma de discursos e instituciones de política científica. Estos dos primeros capítulos poseen un núcleo común, a saber, el intento de desmontar el discurso de la política científica a partir de sus propias pretensiones. Finalmente, en un tercer capítulo titulado “Hacia un contexto para la acción”, se presentan algunas líneas de alternativa, con la esperanza de crear escenarios futuros que eludan tanto los espejismos de la promoción de una ciencia que supone una bomba de tiempo, así como los simulacros de eficiencia que hoy conocemos.

Escogimos, pues, exponer aquí en forma muy suscinta lo que consideramos medular de los dos primeros capítulos, eliminando algunas referencias demasiado específicas y finalizando con la inclusión del tercero, en su totalidad.

(2)   La discusión sobre la planificabilidad de la ciencia es compleja y, básicamente, tiene que ver con el debate entre “internalismo” y “externalismo”. Por razones de espacio no entramos aquí en tan interesante debate, así que remitimos al lector al artículo de Gernot Bohme, “Modelos acerca del desarrollo de la ciencia”, publicado originalmente en Spiegel-Rosing y Price, 1977.

(3)   El término “planificación ilusoria” es una feliz invención de Marcel Antonorsi e Ignacio Avalos; ellos se refieren a un estilo de planificación de la ciencia y la tecnología dominante en Venezuela; nosotros, como se desprende de este trabajo, la usamos en términos más absolutos.

(4)   El análisis de este fenómeno de “autonomización de la instancia planificadora” es desarrollado en el trabajo mayor del cual éste es sólo una síntesis (Rengifo, 1982). Básicamente se trata del proceso mediante el cual las instituciones encargadas de la planificación, en este caso, de la ciencia y la tecnología, comienzan a funcionar en torno a intereses propios, progresivamente diferentes de aquellos para los cuales fueron creados; así, por ejemplo, el CONICIT venezolano, fruto de la negociación de la comunidad científica venezolana, pensando para coordinar las asignaciones a la investigación y promocionar la actividad científica, pese a contar en su Consejo Directivo con investigadores activos, ha establecido relaciones tensas con la propia comunidad científica, llegando inclusive a enfrentarse a ella (Antonorsi y Avalos, 1981; Ardila, 1981). En este proceso, la organización central para la ciencia se transforma en aparato administrativo, con leyes propias, con independencia relativa de sus interlocutores, generando una racionalidad en tensión con éstos y, en muchas oportunidades, centrada en la eficiencia formal, en el ritual planificador, en los simulacros de la acción.

(5)   En el trabajo mayor que sirve de referencia al presente se desarrolla este argumento (Rengifo, 1982). Si se separan analíticamente las fases del proceso de planificación de la ciencia, se observaría que, en el caso venezolano, salvo en el caso de la provisión de fondos, esas fases se encuentran orientadas externamente, fuera del control de las instituciones nacionales de política científica. Aspectos tales como la fijación de áreas prioritarias (calcadas de las áreas privilegiadas por el sistema científico de los países desarrollados), los criterios de evaluación (basados en el principio de excelencia, producto de la experiencia de los países centrales) y el control del proceso (sujeto a la divisa “publicar o perecer”, con la consabida localización y concentración de las fuentes de publicación), estos aspectos, se encuentran orientados directa o indirectamente por los sistemas de investigación de los países centrales, con la participación y respaldo, también, de los organismos internacionales.

(6)   En el I Congreso Nacional de Ciencia y Tecnología {Caracas, 1975), en los Informes sobre “Enseñanza de la Ciencia” y “Divulgación de la Ciencia y la Tecnología”, no leemos ni la más ligera mención sobre las manifestaciones negativas de la ciencia. Se asume así, sin más, que la ciencia forma una igualdad absoluta con cuestiones como bienestar, felicidad, progreso, simpleza peligrosa que ya hace mucho tiempo ha sido abandonada aún por el optimismo progresista de los países desarrollados.

(7)   El Dr. Marcel Roche se refiere a la integración latinoamericana de actividades científicas (Roche, 1971); la escala de operaciones se ampliaría en relación a los respectivos esfuerzos nacionales latinoamericanos, pero, si tomamos en cuenta que la ciencia que se hace, por ejemplo, en Venezuela está asociada al sistema internacional de ciencia, la proposición de Roche resultaría en una reducción de la escala de operaciones. Nuestra proposición, como se verá, tiene otro sentido.

BIBLIOGRAFÍA


Vol. 6 (1) 1986
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